Francisco Guerra Navarro, Pancho Guerra (Tunte, Gran Canaria, 1909 – Madrid 1961).

 

APUNTES BIOGRÁFICOS. Yolanda Arencibia Santana

En el folio 480 de la sección de nacimientos del Registro Civil de San Bartolomé de Tirajana aparece la inscripción de un nuevo tirajanero, Francisco Guerra Navarro, nacido el once de junio de 1909 e hijo de don Miguel Guerra Marrero y doña María del Carmen Navarro Falcón, casados en Tirajana. Seis días después fue bautizado en la iglesia parroquial de su villa natal y anotado en su libro de bautismos (No. 23, folio 2261, 105) con los nombres de Francisco de San Bernabé. Los funcionarios que cumplimentaron ambos registros con la lógica indiferencia de un formalismo más no sospecharon que sus plumas daban fe de vida a alguien cuya personalidad honraría no sólo a aquella tierra tirajanera sino a toda Gran Canaria; como honraría también a las sencillas casa y calle que escucharon sus primeros vagidos y conocieron sus primeros pasos -cerca de la iglesia, en la zona que se denominaba La Montañeta- y que hoy se ven rotuladas orgullosamente con el nombre familiar y literario: “Calle de Pancho Guerra” y “Aquí nació y vivió Francisco Guerra Navarro”.

Francisco pasó su infancia en San Bartolomé de Tirajana en cuya escuela pública aprendió las primeras letras de la mano de su padre, maestro en la citada Villa. Entre La Montañeta, la plaza de Tunte y las tierras que la familia poseía en el municipio y alrededores tuvieron lugar sus primeros juegos y travesuras en compañía de sus hermanos (Antonio, Domingo, José, Dolores y María) y sus amigos de la escuela.

Traslado a la capital y nuevos ambientes.

En el año de 1923 realiza su examen de ingreso en el Bachillerato, estudios que comienza al curso siguiente en el Instituto de la capital de la isla donde se ha trasladado su familia. Su padre ejerce ahora como maestro en el barrio de San José y su familia reside en la calle de López Botas, n.º 20 del barrio de Vegueta. Años más tarde la familia viviría un nuevo traslado al barrio de Triana, a una casa de la calle de San Bernardo (hoy n.º 21) cercana a la esquina con la de Pérez Galdós.

En 1932 logra obtener su título de Bachiller tras unos años más ricos en autoaprendizaje callejero y bullicioso con sus amigos que en horas dedicadas al estudio, pues, antes que estudiar, Francisco prefería pasear por las calles de Vegueta; o hablar con las gentes humildes del Risco; o leer a Tomás Morales a orillas del mar con Francisco Rodríguez Cirugeda y Santiago Santana; o entusiasmarse con los partidos de fútbol del Marino y el Victoria, con las peleas de gallos o con la lucha canaria.

Don Miguel Guerra, el padre (que murió a principios de los años 30), desaprobaba la conducta un tanto bohemia de su hijo Francisco y su desinterés por los estudios; y no sólo por razones derivadas de su seria y responsable condición de maestro sino porque la educación que el matrimonio Guerra Navarro dio a sus hijos fue bastante severa y recta, inculcándoles sólidas ideas religiosas. De entre sus hermanos, Francisco congeniaba especialmente con Maruca, quien, muy unida a la institución javeriana, con el tiempo marcharía a Madrid, donde le sirvió de gran compañía. Similar cariño sentía por los hermanos más cercanos en edad, Dolores y José. Por doña Carmen, la madre, persona delicada de salud, sentía Pancho una gran debilidad y con ella se sentía completamente a gusto.

A Tirajana iba durante las vacaciones. Por el día solía sentarse en la zapatería que estuvo instalada en los bajos de su casa natal para hablar con las gentes del pueblo y tomar nota de su vocabulario, sus modismos, sus expresiones y sus anécdotas. Por las tardes y algunas noches gran número de sus familiares y amigos se congregaban frente al número 2 de la calle del Rosario, junto a la iglesia, en sillas que procedían de las casas de los alrededores. Allí las niñas de Hidalgo (Dolores y Magdalena), Carmela Ojeda, Concepción Hidalgo y su hermano Juan, Salvador Gil Monzón (el médico de Santa Lucía), Antonio Macías, la familia Yánez, los Falcón… charlaban, contaban anécdotas, reían… Francisco, que tocaba muy bien el timple y la guitarra, cantaba y a veces iba de serenata por la Villa.

Durante los largos periodos capitalinos, la personalidad a la vez que acogedora y alegre, observadora y reconcentrada de nuestro personaje, propiciaba que en la vivienda familiar de la calle López Botas hallase enorme disfrute a solas en un cuarto en la azotea en donde solía tocar y cantar acompañado de su timple o su guitarra.

En 1930 Francisco Guerra se incorpora a la redacción del Diario de Las Palmas y entre colaboraciones en la prensa, investigaciones, creaciones literarias, actividades culturales, estudios -inacabados- de derecho, nuevas colaboraciones en el semanario Noticiero del Lunes y trabajos eventuales en la librería que Paquita Mesa tenía en la calle de Muro, transcurren los años; algunos no fáciles, precisamente, como los que rodearon y siguieron a la guerra civil que finalizó en 1939.

En esos años -antes y después de la guerra- Pancho jugó un muy papel destacado en la intensa vida cultural de la capital de la isla en estrecho vínculo con los amigos de la Escuela de Luján Pérez y la Sociedad Amigos del Arte “Néstor de la Torre”, grupo de inquietos artistas en los que nuestro autor se sintió perfectamente integrado.

De obligada referencia es ahora el nombre de Paquita Mesa, interesante e inquieta personalidad en quien Pancho halló una perfecta afinidad espiritual basada en paralelas afinidades artísticas: el amor al teatro, a la música, a las escenificaciones de muy diversa índole, el gusto por lo popular y lo auténtico… Con Paquita colaboró Pancho componiendo y poniendo letras a bonitas canciones (por ejemplo, la deliciosa “Barquito velero, que vienes y vas” o “Somos costeros”) y llevando a cabo “puestas en escena” con dirección de Pancho o conjunta, decorados de Santiago Santana o de otros artistas de “Luján Pérez” y de las que era Paquita primera actriz: La sirena varada, Bodas de sangre, El abanico de Lady Windermere, La Umbría, El camino de los príncipes… La Sociedad Amigos del Arte, bajo el nombre y la huella del gran músico que le dio nombre y la colaboración destacada de Néstor Martín Fernández de la Torre, el genial pintor, llevó a cabo una gran labor cultural y artística con tan interesantes como avanzadas actividades de teatro y música: desde textos como los citados a festivales poéticos-musicales y puestas en escena de revistas (como la dedicada al “Bolero” de Ravel o el espectáculo de la “Noche romántica” a partir de la música del “Vals Triste” de Sibelius) hasta la atractiva escenificación de populares zarzuelas, entre las que hay que destacar aquella de La Verbena de la Paloma, que el autor evoca como de “recuerdo perenne” en uno de sus escritos de los años madrileños, destacando en el recuerdo a sus principales interpretes femeninas. En esa evocación resalta también el nombre de las regidoras de la Sociedad en aquel momento, Encarnación Millares (Cachona Millares) y Paquita Mesa.

Residencia en Madrid.

En 1947 decide irse a Madrid, quizás por recomendaciones de su amiga Paquita Mesa y animado por un empleo burocrático que su amigo Agustín Miranda Junco -ligado a la Dirección General de Trabajo- le había proporcionado. Nuestro autor esperaba hallar en la capital nuevas expectativas que le permitieran darse a conocer, escribir, publicar, conectar con otras gentes y con otros mundos. Pero las cosas fueron más difíciles de lo que esperaba. Carmen Laforet y Manuel Cerezales le buscaron trabajo en el periódico Informaciones del que Cerezales era director y donde estuvo como redactor y colaborador literario. La publicación de sus primeras obras y su vida bohemia le permitieron hasta última hora tan sólo mantener un cuarto de realquilado y hacer escasos viajes a Gran Canaria, especialmente por Navidad. En el plano personal, sin embargo, su carácter bondadoso, su humor y su fina ironía le hicieron acreedor de las mejores simpatías y amistades. Los canarios (los de paso por la capital o los instalados en ella) se reunían con frecuencia: Carmen Laforet, Vicente Marrero, Antonio Arbelo, Paquita Mesa, entre otros. En los primeros años de Madrid, solía reunirse con los canarios que allí estudiaban para charlar y comer en los alrededores de la plaza del Callao; o para tomar café en Zahara, o en Varela (calle de Preciados), lugar concurrido por poetas e intelectuales; también asistía a otras tertulias con isleños como Pepe Mesa, Polo y Del Castillo y frecuentó el Hogar Canario, cuyas conmemoraciones y agasajos hallaron reflejo en las páginas de sus crónicas. En una de ellas, enviada desde la capital al Diario de Las Palmas, deja constancia de “una gozosa tarde isleña en el alto Madrid”, entre calor de amistad, sones de timple (“gallito mariscal de muchas peleas; quíquere musical; breve, requintada e infalible palanca de todas las escalas de la alegría”) acompañado de la voz “torrencial y brillante de Alfredo Kraus cuyas isas levantan los pies del suelo”, que fue “perfecta consolación para el maguado hombre insular, que entre margullos y baladeras va librando el fuerte jalío de la sangoloteada marea que es la ciudad”.

Durante estos años, la reescritura de piezas teatrales anteriormente escritas, la adaptación a este género de textos en principio narrativos, la redacción de nuevas obras y el abundante material que recopila para la elaboración de un ambicioso proyecto de compilación de léxico popular de Gran Canaria, son trabajos que ocupan el tiempo y el empeño intelectual de Francisco Guerra.

En los últimos años de su vida, la bohemia que le había caracterizado fue abandonándolo y, en cierto modo, comenzaron a verse transformados sus hábitos vitales. Al parecer llegó a pensar en casarse; y logró hacer realidad el cambio del “rincón de su cuarto de eterno realquilado” por un piso en condiciones que pensaba inaugurar con sus amigos y en donde tendría ocasión de mostrar sus trabajos recientes y sus versos (desgraciadamente perdidos). Pero, inesperadamente, el 3 de agosto de 1961 y durante una sesión de cine sufrió un ataque cardiaco que no logró rebasar. Poco después, en el “Hogar Canario” de Madrid, sus amigos -con Antonio Arbelo a la cabeza- constituyeron la “Peña Pancho Guerra” que se propuso “como tarea fundamental la publicación de toda la obra, inédita o dispersa, del amigo desaparecido”, en palabras de F. Rodríguez Cirugeda.

María Dolores de la Fe, que conoció a Pancho en sus últimos años canarios y que tuvo la fortuna de coincidir con él en Madrid al calor de la amistad de Manuel Cerezales y Carmen Laforet, nos lo describe como una figura quijotesca, alta y delgada, con cara alargada de labios muy finos y personal bigote recortado. Destaca de él una especial timidez que lo convertía en un hombre de pocas palabras pero agudísimo observador al que nada escapaba y una personalidad exquisita, educada y muy culta cuya aparente seriedad exterior escondía a un sanísimo “mataperro”. Era también un hombre despacioso y reflexionador, tardo sobre todo a la hora de escribir porque, como dice Rodríguez Cirugeda defendiéndolo de las constantes autocensuras respecto a una proverbial pereza, teniendo la imaginación muy viva y la palabra pronta no fue, sin embargo, hombre de pluma fácil y sí de gran exigencia de creación personal.

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