Movimiento histórico promovido en la isla de Gran Canaria para reivindicar la capitalidad del Archipiélago, que por inteligentes y tenaces maniobras políticas, y al cabo de detentarla durante siglos, fue desplazándose a la isla de Tenerife, donde después lucharon por ella Santa Cruz, lugar de la ribera, y La Laguna, ciudad del interior de grave acento y bello signo castellanos. Perdieron los laguneros, después de los grancanarios, vencidos por la condición marítima de su rival, pero sobre todo por la imponderable capacidad de maniobrar y la Audacia de los políticos santacruceros. Convencidos los de Gran Canaria de que el "despojo" era fatal, lucharon ardientemente a lo largo de los siglos XVIII, XIX y parte del XX por obtener siquiera una separación administrativa de la región. Ellos se agruparían con Lanzarote y Fuerteventura, más las pequeñas islas de Alegranza, Montaña Clara, Roque del Este y Roque del Oeste y Lobos, con capitalidad en Las Palmas. Los "usurpadores" formarían bando aparte con las islas del grupo occidental: La Palma, Gomera y Hierro. Esta lucha política, que alternó los perfiles pintorescos con los dramáticos y que consumió montes de energía espiritual y física, cesó al cabo de tan dilatado tiempo, con lo que Gran Canaria considerará del mal el menos: la separación, La División de la Provincia, que inflamó hasta extremos insospechados la sangre y el verbo de los patricios isleños y de las gentes del pueblo, originando violencias que contaron incluso con muertos, fue al fin alcanzada por Gran Canaria en el otoño de 1927. Mandaba el dictador don Miguel Primo de Rivera, que se dispuso a acabar con tan viejo lío. Reunido con sus ministros en San Sebastián, decretó la División. El Decreto apareció en la "Gaceta" el 21 de septiembre. Poco después se supo en Islas, averiguándose que contra el acuerdo votó don Galo Ponte, ministro de Gracia y Justicia. Allá le guardaron por ello muy mala memoria. Con razón. A Las Palmas casi se le pega fuego y casi se queda sin campanas, de tanta pólvora como se corrió y de tanto como menearon los campanarios. El autor se acuerda de haberse revuelto, entonces pollillo todavía, con el genterío que cantaba jubilosa y roncamente el himno divisionista de esta manera : " ¡Arriba Gran Canaria - y abajo Tenerife! - ¡Si Gran Canaria quiere - le rompe las "narises"!". La verdad es que no se las rompieron del todo, pues la capitalidad del Archipiélago no se recuperó para Gran Canaria. Mas como los chicharreros se aferraban a centralizar, gustosos de haber pasado de mandados a mandones, la cosa les sentó como vieja purga magistral. Pusieron jeta y se tragaron el degüello. Luego ha resultado que, al modo de los VIEJOS volcanes, la División conservó soterrados, pero vivos rescoldos: un testimonio más de que "donde hubo siempre queda". Como la tierra isleña no es tierra polvorienta, sino tierra piconera de teniques, no ha caído polvo sobre la histórica peripecia. Al resolverse, el largo pleito perdió su inmediata y directa belicosidad; pero no olvidan los gallitos de buen castío ni el pico ni las calzas marciales, ni la bizarra plantada que merecen las cosas de pelear porque los aparten y priven del gusto de la lucha. Viva está, aunque en términos de buena caballería, la rivalidad. ¡Y qué fortuna la de su vigencia! Ella representa una espuela a punto sobre los susceptibles ijares isleños, el más poderoso antídoto de una adormilante temperie, que encima cuenta con su canción de arrullo, la de un mar quedado, un mar que resulta insólito cuando de uvas a brevas embiste irritado las costas verdinas o doradas del país. El día que este vestigio de la vieja pugna dejara de picar de martinete sobre esos nerviosos, pero fatalmente emperezados ijares de las islas capitanas, la Gran Canaria y Tenerife, sabe Dios si ellas no acabarían con el aire soturno de esas casonas que se aborrecen y cierran y quedan como desmadradas, con la huérfana traza de los jardines sin cuido, ganados de hierbajos y lagartos.
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